Por fin es sábado. La mañana es tranquila. Es como si la calma precediese a la tempestad que este año no será en forma de lluvias, sino simplemente de emociones. Me siento impaciente, aunque muchos dudéis que una montaña puede albergar este tipo de sentimiento. Entonces, el frontón comienza a llenarse de nuevo de gente. Como ocurre en muchas otras carreras, jóvenes y adultos recogen los dorsales con los que competirán mañana. Pero aquí hay una diferencia. Niños y niñas que algún día emularán a los que hoy son sus ídolos también se colocan un dorsal en el pecho. No sabría decir quién está más nervioso, si ellos o sus padres. Esto también es parte de la fiesta. Esto también es correr por la montaña. Esto también es Camille eXtreme. Se van dando distintas salidas y allí están los más jóvenes de la casa. Algunos corren de la mano de sus progenitores; otros lo hacen solos y mostrando unas maneras que incluso a mí, después de llevar tantos años disfrutando de esta carrera, me sorprende. Tras la entrega de un cheque a la asociación Hiru Hamabi que ayuda a las familias de menores afectados por el daño cerebral adquirido, comienzan a sonar los acordes de un grupo que sobre el escenario también siente que hoy es un día especial. Cae la noche. Cae la música. Cae el bullicio.
No dura mucho esta calma. Es domingo y, ahora sí, no cabe un alma en la explanada del frontón. Aquellos a los que veía relajados la noche anterior y muchos otros que llegan el mismo día de la carrera no son capaces de ocultar sus nervios. Yo, tampoco. Porque al igual que con la impaciencia, las montañas también sufrimos esta ansiedad justo antes de que todo comience. La busco. Por fin la encuentro. Me sorprende no verla vestida para la ocasión. Hablo de Irene Sarrionandia, esa mujer de 75 años que, en todas las ediciones, desde 2005, ha luchado por alcanzar mi cumbre y la meta del frontón. Su rostro está diferente. Más bien, sus nervios. Este año no los sufre por la carrera que dará lugar en unos minutos, sino porque la organización en un gesto que le honra ha decidido homenajearla para que se despida como es debido de la Camille Extreme. Ya lo hizo otros años con Iñaki Ochoa de Olza, con los primeros montañeros del valle de Roncal, con los miembros de la primera expedición navarra al Dhaulagiri, o en la pasada edición con aquellos que luchan por detener la barbarie que en forma de estación de esquí quiere cometerse sobre el Canal Roya. Entonces, arranca uno de mis momentos preferidos del fin de semana. Suena la música de un txistu y un tamboril y se inicia un aurresku en homenaje a la súper mujer de Deva. No hay marcha atrás. Arranca la Camille eXtreme, la carrera del oso con su mismo nombre, y de los de los que le sucedieron en el valle de Roncal.
Y allí están ellos, corredores y corredoras con distintas aspiraciones, pero con un objetivo en común: llegar a la meta del frontón de Isaba tras subir a mi cumbre para lanzarse en un descenso frenético al encuentro con la gloria. Por el camino, atravesarán por distintas fases mentales. Calma y tensión; ilusión y dudas; disfrute y sufrimiento. Ninguno se librará de estos sentimientos contradictorios a lo largo del recorrido de su carrera, la de sus organizadores, la de sus voluntarios, la de los habitantes de Isaba, la mía.