El Otoño de 2011, Carlos Soria llevaba a cabo su cuarta tentativa al Dhaulagiri. Las expectativas eran altas y la determinación del equipo por hacer cumbre, total. Sin embargo, las fuertes nevadas registradas en el gigante nepalí durante la expedición dejaron la montaña en unas condiciones extremadamente peligrosas. A 6.250 metros, y ante una ventana de buen tiempo que invitaba al optimismo, el montañero abulense nos muestra la esencia de un alpinista con mayúsculas a la hora de tomar la más dura de las decisiones.
“La montaña le ha dado a Carlos lo que en un principio parecía negarle. Pero no es sólo eso. El caso de Soria es algo que transciende al alpinismo. Es una metáfora de una sociedad española inmersa en una oscura postguerra. Su historia es la de un chico surgido de unas condiciones muy difíciles y duras. Su vida es un cuento precioso en el que unos niños de barrio muy pobres, que apenas van al colegio porque tienen que ayudar en casa, comienzan a hacer bien las cosas, y, poco a poco, exprimiendo sus virtudes y fortalezas, van subiendo y subiendo. Destacó pronto en la montaña y fue reconocido como un gran alpinista en el ámbito local. Pero poco más. La montaña en los años 50 o 60 era muy residual en este país. Poco a poco, la sociedad fue integrando la naturaleza en su vida y Carlos empieza a tener cierta fama. Mucha gente le conoce por el ochomilismo, pero Carlos ha sido uno de los grandes alpinistas españoles de la segunda mitad del siglo XX”.