Hay ocasiones en las que la auténtica cima no se encuentra en la arista final, sino en la decisión de detenerse a tiempo. En la montaña —como en la vida—, la línea que separa la ambición del sentido común es delgada y frágil, y sólo la experiencia enseña a reconocerla. Saber leer las señales del entorno, escuchar el pulso de las tormentas o el rugido de la roca que se desprende, es también una forma de conquista. En este caso, la del propio juicio, la de la prudencia que no se deja arrastrar por el orgullo.
El pasado verano, un equipo formado por los alpinistas Ekaitz Maiz, Pablo Escudero, Ibon Mendia y Joseba Iztueta “Iztu” emprendió una expedición al Khane Valley, en el Karakórum de Pakistán, con diversos objetivos en mente. Tras más de un mes en el valle, y después de varios intentos a algunas de sus cimas más emblemáticas —como el Hidden Peak o la Trident Tower, entre otras—, las adversas condiciones climatológicas y del terreno aconsejaron prudencia, obligándoles a posponer los intentos para otro año, cuando las montañas se muestren más favorables.
En el valle Khane, la montaña se impuso con su lenguaje más severo: mal tiempo, frío extremo y un terreno que se desmoronaba a cada paso. Allí, renunciar no fue una rendición, sino un acto de inteligencia y respeto. Porque cuando uno lo ha dado todo y vuelve con el compromiso intacto de regresar, lo que lleva de vuelta no es fracaso, sino una lección profunda: a veces la victoria está en regresar para contarlo, y en aprender del intento para volver más sabio.







