El 28 de julio del año 2000 fue un día caluroso en su tierra natal, era viernes, para muchos el comienzo de las vacaciones de verano. Las calles rebosaban de color y música, muchos de sus pueblos estaban de fiesta, la gente se aprestaba a salir a la calle. Fue entonces cuando llegó la noticia.
Félix Iñurrategi fallecía en el descenso del Gasherbrum II después de haber hecho cima poco antes junto a su inseparable compañero de cordada, su hermano Alberto. Era el duodécimo ochomil que ascendían juntos. Desgraciadamente, el último. El dramático final de una cordada que causó admiración en el mundo del montañismo, coronando ocho mil tras ocho mil, sin la ayuda de oxígeno y en estilo alpino.
Ese día, la ascensión a la cumbre desde el campo dos, situado a 6.500 m, fue muy dura debido a las condiciones de la nieve. Tras ocho horas de esfuerzo, consiguen hacer cima bajo un sol radiante que ilumina un agreste horizonte infinito testigo de una nueva cima de la pareja. La alegría del momento se ve truncada en el descenso cuando, camino al campo uno, Félix se precipita al vacío ante la mirada de su hermano cayendo hasta un glaciar apartado de la ruta donde nadie pone los pies.
“Algunos empiezan por el impulso de la lectura de un libro de montaña; otros siguiendo la tradición familiar, pero lo nuestro fue, como para muchos otros, un inicio muy corriente y normal, el propio de quien descubre algo diferente a lo que ha vivido hasta ese momento y, sobre todo, más emocionante. No teníamos ninguna fijación por el Himalaya, quisimos seguir descubriendo nuestros límites, subir más alto, saber si seríamos capaces de superar los ocho mil metros. Querer subir cada vez más arriba es algo muy humano, muy normal. El gusto por viajar, realizar largas marchas de aproximación, la gente local, la desconexión con lo cotidiano, los miedos, la satisfacción… No sé si se puede hablar de enamoramiento, pero se trata de algo que tira mucho”.