“Visitamos por primera vez el Manaslu en invierno de 1998. Quizás el año no tenga mayor importancia, pero para nosotros la época del año sí que era relevante: intentar subir al Manaslu en pleno invierno era un proyecto que nos atraía sobremanera. Y es que la montaña no es igual en una época del año que en otra; muchas veces dudaría incluso de si es la misma montaña. En invierno, cualquiera de las cumbres del Himalaya presenta una dificultad añadida. Nos encontramos con unas condiciones meteorológicas muy adversas: mucha nieve, mucho viento y mucho mucho frío. Resultó imposible acercarnos a la cumbre. Los pocos momentos en los que brilló el sol los aprovechamos para descender, sabíamos que el Manaslu aguardaría nuestras futuras visitas y abordamos el descenso con esa ilusión”.
El 11 de marzo del 2000, Félix y Alberto Iñurrategi vuelven a Katmandú. La primavera se acerca y su objetivo es hollar las cimas del Manaslu y del Annapurna en una sola expedición.
La lluvia no cesa en la aproximación y los de Aretxabaleta comienzan a temer que se hayan precipitado a la hora de llegar al Himalaya. Conforme el valle se hace más angosto comienzan a preocuparse. Si ahí abajo el tiempo es tan desapacible, en las alturas las condiciones meteorológicas pueden ser muy adversas. Sin proponérselo, han vuelto al Manaslu en invierno.
El Campo Base, a una altitud de 5.000 m está completamente nevado. Al anochecer el gigante blanco se viste de púrpura. El Himalaya exige a los montañeros infinidad de idas y venidas. Es en este contexto de inmensidad donde el ser humano se da cuenta de lo pequeño que es. No podrá nunca hacer sombra a estas montañas; la propia sombra y la montaña guardan cierta similitud: si las persigues nunca podrás atraparlas, y si empiezas a huir de ellas tampoco conseguirás tu objetivo. Apenas hay otras expediciones y el trabajo de hacer huella lo han de hacer ellos mismos desde el inicio hasta el final. Comienza la cuenta atrás…