En medio del materialismo de los años 80, un joven escalador talentoso e intrépido reivindica que unos pies de gato y unos acantilados perdidos en medio de la nada pueden llenar una vida.
Con La vida en la punta de los dedos Patrick Edlinger crea ante nuestros ojos su mito, modelado por un cineasta que murió demasiado pronto, Jean-Paul Janssen, que intuyó antes que nadie el giro de la sociedad hacia los deportes en la naturaleza como la escalada. La cinta es mucho más que una película de escalada, es una película de culto. El solo integral, los movimientos precisos en la pared vertical, el escalador colgado de una sola mano sobre el abismo, los latidos del corazón y la respiración al unísono con unos compases de música sintética -Kraftwerk, The Alan Parson Project- provocan una visión hipnótica, mientras que el discurso con tintes libertarios recuerda algunos de los valores de la contracultura.
Durante el rodaje, Gilbert Loreaux, cámara de la película, sugirió dejar una cuerda en la ruta, por si acaso… “Edlinger nunca lo quiso, comentó que le molestaría y nos dijo: ‘No os preocupéis, no hay riesgo’. Se jugaba la vida, pero quería jugársela a fondo, no quería tonterías. En todo caso, estaba seguro de sí mismo, tenía una confianza terrible“.