El agua oscura fluye sobre la proa de nuestros kayaks mientras nos deslizamos por la orilla. En el medio líquido, nuestro ritmo cambia. Ya no son movimientos rápidos, sino algo lánguidos, más parecidos a un flujo proveniente del yoga. Los músculos del core, la espalda y los brazos trabajan en conjunto. Todo nos impulsa hacia adelante, deslizándonos sobre profundidades invisibles.
La vida silvestre es inmensa: una danza acuática de somorgujos se zambulle en busca de peces, las libélulas zumban en nuestros kayaks y, en algún lugar debajo de nosotros, revolotean percas, besugos y lucios.
Navegamos a través de ensenadas y calas protegidas, agradecidos por la oportunidad de viajar y explorar nuevamente como equipo.
Un grito rompe nuestras ensoñaciones. Al instante, estamos en alerta máxima. Los ojos escudriñan los cielos en busca de una señal del águila que acabamos de escuchar. Está cerca, a no más de 200 metros de distancia, con las alas ahuecando el aire cuando llega a la tierra…