“La ruta la conoces bien. Hoy estaba espectacular. Para empezar, te diría que a los pies de la Caldera de los Marteles se extendía un impresionante mar de nubes que invitaba a adentrarse en él, como he hecho sobrecogido. El tiempo parecía haberse detenido entre el agua de los numerosos afluentes y la lava volcánica, justo antes de entrar en esa zona húmeda entre pinos canarios, tomillos, guinderos y salvias blancas que preceden al reino del tajinaste azul y que tanto te gustaba. Llevaba unos diez minutos cuando repentinamente el cielo se ha abierto mostrándome el Roque Grande en cuyas inmediaciones me ha parecido distinguir algunos cernícalos, aguilillas y vencejos. Cuando estaba a pocos metros del lugar donde se encuentra nuestra planta, un lagarto de Gran Canaria ha hecho que pierda la concentración y que pisase mal en una piedra del camino. Ya sabes que tengo los tobillos un poco delicados. He oído crujir el derecho mientras rogaba que me permitiera al menos volver caminando. Pero el dolor era muy intenso. Me he tirado al suelo esperando a que pasara. Y entonces, una mariposa se ha colocado a escasos centímetros de mis ojos. Aunque intentaba espantarla con mis manos, no se marchaba. Se apartaba unos metros y volvía a mí como pidiendo que le siguiera. No me ha quedado más remedio que hacerlo. Y entonces, se ha dirigido junto al tajinaste azul que brotó de las semillas que me diste en tu último día. Me he sentado justo allí y cuando comenzaba a cantarle, he sentido una tremenda sed e incluso cierto mareo. A partir de aquí, recuerdo poco. He debido de perder por unos instantes la conciencia. Al recobrarla, he encontrado junto a mí una botella llena de agua que no había visto en mi vida. Entonces he mirado la planta. Imagino que era por la hora del día, y porque el sol no incidía directamente sobre ella, pero sus tonos azules eran de una belleza muy difícil de describir. Brillaba con grandísima intensidad, como sonriendo de amor. Entonces, me he dado cuenta de que…”