Hay una belleza que se revela cuando se detiene el tiempo,
y otra que sólo aparece cuando el cuerpo lo desafía.
La fotografía y la escalada comparten ese gesto íntimo:
el de mirar con profundidad, el de entregarse al instante.
El fotógrafo escala la luz como quien sube una pared de roca,
buscando ángulos imposibles, encuadres que revelen lo invisible.
El escalador, por su parte, dibuja con su cuerpo líneas en la piedra,
como si cada movimiento fuera una exposición prolongada del alma.
Ambos necesitan silencio, foco, respiración.
Ambos saben que la belleza no está sólo en lo que se ve,
sino en lo que se intuye, en lo que se siente al borde del abismo.
En la escalada, cada agarre es una decisión estética,
cada paso una composición que equilibra fuerza y armonía.
En la fotografía, cada sombra, cada fuga de luz,
es un diálogo entre lo que permanece y lo que se escapa.
Subir una pared es capturar el momento con el cuerpo.
Crear una imagen es escalar con la mirada.
En ambos actos, hay vértigo, hay búsqueda, hay fe.
No se trata únicamente de llegar al top de una vía,
ni de tener la foto perfecta.
Se trata de habitar el proceso,
de estar presentes en lo inestable,
de encontrar belleza en el esfuerzo y en la duda.
Tanto el fotógrafo como el escalador
persiguen la esencia del mundo con las yemas de los dedos,
se aferran a lo sutil, se dejan llevar por lo que vibra.
Ambos saben que la verdadera conquista no está fuera,
sino en ese instante en que todo encaja.