Una corredora inicia el descenso por ese sendero de roca volcánica limitado por árboles centenarios. Su técnica de carrera es depurada. Sus movimientos desprenden delicadeza.
Al llegar a la altura de los que se han acercado a ver el paso de los atletas, levanta la vista y trata de dibujar con dificultad y esfuerzo una sonrisa. Su concentración no rompe la elegancia.
Delicadeza y elegancia no son sinónimos, pero a menudo se dan la mano.
Entonces disminuye su ritmo justo al comenzar ese ascenso del que todos hablan. Levanta la mirada buscando su final. No se ve. Todo lo que sus ojos azules alcanzan es un continuo ascenso. Entonces la delicadeza se rompe para transformarse en algo parecido a la furia.
Su boca se desencaja mostrando los dientes, su mirada se cierra acompañando al esfuerzo, sus brazos buscan el apoyo sobre las rodillas marcando su musculatura.
La delicadeza se esconde. Es momento de sufrir. De buscar el aire que falta. De apartar el sudor de los ojos. Casi de no pensar. Sólo lucha y determinación.
Lo que no desaparece es la elegancia, porque en algunas corredoras, ésta se complementa a la perfección con la furia. Es la elegancia de la furia.